«Una de las cosas más ridículas que la edad conlleva es la cantidad de trucos, potingues y ortopedias con los que intentamos combatir el deterioro: el cuerpo se nos va llenando de alifafes y la vida, de complicaciones.
Eso se ve claramente en los viajes: de joven eres capaz de recorrer el mundo con apenas un cepillo de dientes y una muda, mientras que, cuando te adentras en la edad madura, tienes que ir añadiendo a la maleta infinidad de cosas. Por ejemplo: lentillas, líquidos para limpiar las lentillas, gafas graduadas de repuesto y otro par de gafas para leer; ampollas de suero fisiológico porque casi siempre tienes los ojos enrojecidos; pasta de dientes especial y colutorio contra la gingivitis, más hilo encerado y cepillitos interdentales, porque los tres o cuatro implantes que te han puesto exigen cuidados constantes; una crema contra la psoriasis o contra la rosácea o contra los hongos o contra los eczemas o cualquier otra de esas calamidades cutáneas que siempre se van desarrollando con la edad; champú especial anticaspa, antigrasa, antisequedad, anticaída; tinte porque las canas han colonizado tu cabeza; ampollas contra la alopecia; cremas hidratantes, seas hombre o mujer; cremas nutritivas, alisantes, antiflaccidez, más para ellas, pero también para algunos varones; lociones antimanchas; protector solar total porque ya te ha dado todo el sol que puedes soportar en veinte vidas; ungüentos anticelulíticos, esto en las mujeres; podaderas de los vellos nasales y auriculares, esto en los hombres; férulas de descarga para la noche, porque el estrés hace chirriar los dientes; tiritas nasales adhesivas, molestas y totalmente inútiles, para atenuar los ronquidos; píldoras de melatonina, Orfidal, Valium o cualquier otro fármaco contra el insomnio y la ansiedad; con un poco de mala suerte, pomada antihemorroides para lo evidente y/o laxantes contra el estreñimiento contumaz; (…)»
La carne. Barcelona, Debolsillo, 2017, p. 77.