«Porque ya es hora de decir que el marqués de Ulloa auténtico y legal, el que consta en la Guía de forasteros, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana, durante el invierno de 1866 a 1867, mientras Julián exterminaba correderas en el archivo de los Pazos. Bien ajeno estaría él de que el título de nobleza por cuya carta de sucesión había pagado religiosamente su impuesto de lanzas y medias anatas, lo disfrutaba gratis un pariente suyo, en un rincón de Galicia. Verdad que al legítimo marqués de Ulloa, que era Grande de España de primera clase, duque de algo, marqués tres veces y conde dos lo menos, nadie le conocía en Madrid sino por el ducado, por aquello de que baza mayor quita menor, aun cuando el título de Ulloa, radicado en el claro solar de Cabreira de Portugal, pudiese ganar en antigüedad y estimación a los más eminentes. Al pasar a una rama colateral la hacienda de los Pazos de Ulloa, fue el marquesado a donde correspondía por rigurosa agnación; pero los aldeanos, que no entienden de agnaciones, hechos a que los Pazos de Ulloa diesen nombre al título, siguieron llamando marqueses a los dueños de la gran huronera. Los señores de los Pazos no protestaban: eran marqueses por derecho consuetudinario; y cuando un labrador, en un camino hondo, se descubría respetuosamente ante don Pedro, murmurando: «Vaya usía muy dichoso, señor marqués», don Pedro sentía un cosquilleo grato en la epidermis de la vanidad, y contestaba con voz sonora: «Felices tardes».
Los Pazos de Ulloa (1886)
Insolación (1889)
«Me he propuesto huir como del fuego de la política. Me lo prescribe la más elemental prudencia. Me lo impone, además, el hecho tan notorio de que la mujer carezca de derechos políticos. Dada esta situación de la mujer, lo que haga en política tendrá que ser siempre un vuelo de gallina, un intento frustrado. El hombre (y hablo absolutamente en general, sin referirme en especial a nadie) no vacila en servirse de la mujer para fines políticos, y la embarca como ahora suele decirse, en protestas, en manifestaciones, en algunos actos colectivos que generalmente tienden a determinados fines, íntimamente relacionados con la política. Los partidos graves, conservadores, tienen sus damas blancas; los radicales, sus damas rojas. Lo que no tiene partido alguno, que yo sepa, en su programa, es un artículo por el cual se pida y se conceda, llegado el momento, los derechos políticos a la mujer. Y mientras un partido no abrace esta causa, no me inscribiré en sus filas. Sería peor delito: sería una simplicidad, el afiliarse sin esperanza ni objeto. La simplicidad fuera todavía mayor partiendo de una mujer que ha conseguido hacerse oír algo por el público. ¿Ni aun las que están en este caso pueden gozar de la plenitud de la soberanía? Pues que se abstengan de buscar pan a trastrigo, y que vean claro en el juego del hombre, que es utilizar la influencia femenina cuando le conviene, sin otorgar a las mujeres otro puesto que el de comparsas…»
Crónicas de España, La Nación (1915)
«Soneto»
«Considera que en humo se convierte
el dulce bien de tu mayor contento,
y apenas vive un rápido momento
la gloria humana y el placer más fuerte.
Tal es del hombre la inmutable suerte:
nunca saciar su ansioso pensamiento,
y al precio de su afán y su tormento
adquirir el descanso de la muerte.
La muerte, triste, pálida y divina,
al fin de nuestros años nos espera
como al esposo infiel la fiel esposa;
y al rayo de la fe que la ilumina,
cuanto al malvado se parece austera,
al varón justo se presenta hermosa. »
Poesías inéditas u olvidadas, Exeter, University of Exeter Press, 1996, p. 150
Memorias de un solterón. Madrid, Cátedra, 2004 (Págs. 164-165….)
Correspondencia con Benito Pérez Galdós
«Madrid, 26 de febrero de 1889
Amigo del alma, ante todo, no llames caridad a lo que es acendrada ternura. (…)
Apelas a mi sinceridad: debí manifestarla antes, pues ahora ya no merece este nombre: sea como quiera, ahora obedeceré a mi instinto procediendo con sinceridad absoluta. Mi infidelidad material no data de Oporto, sino de Barcelona, en los últimos días del mes de mayo -tres después de tu marcha.
Perdona mi brutal franqueza. La hace más brutal el llegar tarde, y no tener color de lealtad. Nada diré para excusarme, y sólo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos fruto de circunstancias imprevistas. Eras mi felicidad y tuve miedo a quedarme sin ella. (…)
Madrid, 28 de febrero de 1889
Mi amigo, no has acudido hoy al punto señalado. (…)
Pudo ser por dos motivos; uno puramente accidental, porque no pudiste; otro intencional, porque después de la confesión que encierra mi carta no creíste que merezca la dicha de verte y hablarte y pedirte perdón una vez más. Si esto es así, bien me duele, pero no me quejo: he merecido tu cólera, tu desdén, tu indiferencia; lo merezco todo, y sin embargo, te quiero, te quiero, te quiero. (…)
La Coruña, abril de 1889
Mi siempre amado (siempre, siempre). ¡Tu cartita me da un rato más bueno! (…)
De mis picardías, ¿qué quieres que te diga? Tú eres más indulgente para ellas que yo misma; tú las explicas y las perdonas, yo tengo instantes en que no las sé perdonar, aunque me las explique aquella lógica interior que nos ayuda a comprender nuestras propias acciones por más disparatadas que sean. Lo que debe constar y lo que no se escapa a tu inteligencia es que nada hay de humillante, para ti, en lo ocurrido. Bien te alcanza la filosofía y la razón para comprender que a nadie humilla lo que hace otro, y que solo las acciones de uno mismo honran o avergüenzan. (…)»
Miquiño mío. Cartas a Galdós. Madrid, Turner, 2013 (pág. 91-109) (1892), cap. XXXIV
(…) “Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea… afuera…». La Tribuna se volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas con gran estrépito de gonces y cerrojos.
Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna, viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados, al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos, y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas.
Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar. Y eligiendo dos o tres de las más animosas, les mandó que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices. Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta cuando la lápida cayó contra el quicio.
-Hacen barricadas -exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de la Milicia Nacional.
-Borricadas, borricadas -exclamaba una maestra-, nos va a costar caro todo este barullo.
El propósito de las desempedradoras no era ciertamente hacer barricadas, sino otra cosa más sencilla: o bien echar abajo la puerta a puros cantazos, o bien elevar delante un montón de piedras por el cual se pudiese practicar el escalamiento. En su imprevisión estratégica olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un portillo, un lado débil, sobre el cual debería cargar el empuje del ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la rabia, Amparo no pensaba sino en atravesar otra vez la misma puerta por donde la habían expulsado -¡oh rubor!- cuatro soldados y un cabo. Así es que arrancada ya, casi con las uñas, la primer baldosa, se procedió a desencajar la segunda.” (…)
Emilia Pardo Bazán, La Tribuna (1892), cap. XXXIV
Una opinión sobre la mujer
“En algunos periódicos he leído días atrás quejas de que aquí no se presta atención al movimiento científico; de que las especulaciones de nuestros pensadores caen en el vacío, y no hallan eco, sino silencio. No soy yo quien puede remediar este daño, si tal daño existe; y quizá, aunque estuviese en mis medios coadyuvar a remediarlo, no estaría en mi voluntad, porque en las contadas materias en que no soy absolutamente profana, me causa tristeza la dirección y carácter de ese movimiento científico, y prefiero ignorarlo.
Verbigracia: yo he procurado saber lo que se piensa en Europa respecto a los problemas que entraña la educación y condición social, jurídica, política y económica de la mujer. Pues bien: cada opinión española que leo me deja fría, causándome un desaliento infecundo y amargo. Si en este punto concreto, del cual tengo algunas noticias, advierto tal deficiencia de seriedad y de información, y de esa noble sed de verdad que caracteriza al indagador científico, ¿no sucederá otro tanto en las materias que totalmente desconozco? ¿A qué perder tiempo en estrujar un limón sin zumo?
Es la llamada cuestión de la mujer acaso la más seria entre las que hoy se agitan. No porque haya de costar arroyos de sangre, como parece que va a costar la social (con la cual está íntimamente enlazada); sino, al contrario, porque, teniendo soluciones mucho más prácticas y de más fácil planteamiento, aunque hoy aparezca latente, vendrá por la suave fuerza de la razón a imponerse a los legisladores y estadistas de mañana, y parecerá tan clara y sencilla (no obstante sus trascendentales consecuencias) como ahora se les figura de intrincada y pavorosa a los cerebros débiles y a las inteligencias petrificadas por la tradición del absurdo.
Y cuenta que, en esto de la tradición del absurdo, no me refiero a los partidarios de determinadas ideas políticas ni religiosas. Punto es el de la situación de la mujer en que coinciden y se dan la mano racionalistas y neo-católicos, carlistas y republicanos federales. A éste sí que le llamaría Feijoo error común: lo es hoy en España casi tanto, y no sé si diga más en cierto respecto, que cuando el insigne benedictino escribió su Defensa de las mujeres.”
Nuevo teatro crítico