«¡El derecho de la guerra! Hay una cosa que se llama así; asunto sobre el cual se escriben libros, se discuten tesis y se celebran congresos internacionales. ¿Cómo pueden armonizarse dos elementos que se repelen constantemente, sin que en ninguna circunstancia tengan afinidad de ningún género? El derecho es la mesura, la circunspección, la dignidad, la lealtad, la justicia; la guerra es la temeridad, la violencia, la injusticia y la traición. Y si no se dice la dulzura de lo amargo, la blancura de lo negro, la luz de la obscuridad, ¿cómo se habla del derecho de la guerra, cuando no se usa en el sentido del que tiene la defensa legítima en caso de ataque injusto, sino de las leyes a que deben sujetarse los combatientes que se conforman con los preceptos de justicia y las reglas del honor? (…) La guerra es un monstruo feroz con miles de arpones, miles de dientes y miles de garras; una maligna, prodigiosa bestia que cruza los aires, marcha sobre las aguas y penetra en las entrañas de la tierra, lanzando la destrucción y la muerte por su boca pestilente y sus ojos de fuego.
Los primeros hombres, fascinados por su poder, aterrados por su crueldad, temblaron y adoraron a la furia y la levantaron altares. Ni protesta contra su autoridad ni límite a su poder. Hacía cadáveres, esclavos, siervos, castas, clases; pasaba por las naciones y quedaban aniquiladas; tocaba los imperios y se desplomaban.
Transcurrieron siglos y la razón empezó a combatir el absurdo, la conciencia a rebelarse contra la injusticia, la compasión a protestar contra la crueldad; porque, crueldad, absurdo e injusticia son los elementos constitutivos de la guerra.»
Concepción Arenal, Cuadros de la guerra carlista (1880)
«En los pueblos salvajes, la mujer, instrumento pasajero de placeres brutales, es horriblemente desdichada. Su feroz tirano la sacrifica y la abruma de trabajo y de dolor. Sin más ley que la fuerza ni más necesidades que groseros apetitos, oprime a la pobre esclava, que no halla misericordia, porque su verdugo no sabe lo que es amor, compasión ni justicia; tampoco sabe lo que es felicidad.
La vida del bárbaro ya no es tan dura ni tan rudo su entendimiento. Empieza a pensar, a sentir, a guarecerse de la intemperie; su mujer le parece hermosa y, aunque con un amor grosero, la ama.
El hombre se civiliza, se hace más sensible, más humano, más justo; se mejora. Entonces, hasta sus necesidades materiales deben satisfacerse de un modo menos material; quiere adornar su casa y su persona; quiere que la mujer sea bella, y para esto necesita pensar en que, al menos materialmente, no sufra, y cuida, en efecto, que sus sufrimientos no disminuyan sus atractivos: este egoísmo está ya muy lejos del egoísmo salvaje, y prueba bien que el hombre es mejor a medida que es menos grosero. Cuando da un paso más; cuando su corazón empieza a tener necesidades; cuando observa que en aquel ser, donde al principio no había visto más que belleza material, hay tesoros de amor que pueden serlo de dicha para él, entonces el instinto se hace sentimiento, se purifica, se espiritualiza y el placer se convierte en felicidad. Pero, veleidoso, busca el bien en uniones pasajeras o, grosero todavía, se deja arrastrar muchas veces por sus instintos brutales. (…)
Así ha vivido mucho tiempo la mujer, elevada hasta el hombre por el corazón, considerada inferior a él porque era físicamente más débil, y la fuerza lo era todo en la sociedad. Pero la manera de ser de los pueblos cambia; empiezan a cultivarse las artes y las ciencias; al ejercicio de los músculos sucede el de las facultades intelectuales, y el mundo recibe leyes, no del que maneja con más bríos una lanza, sino del que discurre mejor. El hombre estudia, medita, sabe; y así como al principio de la civilización quiso adornar materialmente a la mujer para gozarse más en su hermosura física, ahora empieza a sentir un vacío, viendo que no puede asociarla a los altos goces de la inteligencia, y se ha preguntado: «¿La mujer podrá ser verdaderamente mi compañera? ¿Sus facultades intelectuales cultivadas podrán levantarse hasta las altas regiones del pensamiento? ¿Su razón podrá comprender la mía y auxiliarla?» A estas preguntas el hombre no ha respondido todavía; pero el problema se ha planteado y el tiempo despejará la incógnita.»
Concepción Arenal, La mujer del porvenir
La mujer del porvenir. Capítulo V: Consecuencias para la mujer de su falta de educación