[…] Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó a Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues había pedido su mano un joven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Oye aunque no creía fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le había dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traía.
-¡Pero!… ¿quién es y cómo se llama? -preguntó atónita Clemencia.
-¡Pues qué!, ¿no lo conoces? -repuso su tía.
-¡No señora!-respondió la interrogada.
-Se llama Fernando Ladrón de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnición. ¡Qué suerte! ¡Vaya si estarás contenta!
La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dio ésta ninguna. La dócil niña no sabía ni qué pensar ni qué decir; nada sentía en favor ni en contra de este enlace, sino la extrañeza de casarse con un hombre que no conocía.
La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dio parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que le pasaba, a los ocho días Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente a Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal que resumía todo lo que en aquellos días había hecho, como el lazo que reúne para formar un ramo unas frías e inodoras flores.
Guevara, que sólo había gastado con la cortada Clemencia en los días anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que más que halagar habían chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada había hecho ni nada había pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza, y así le era su marido tan extraño aquel día que los unía para siempre, como lo había sido el primer día en que lo vio.
-¿Es esto casarse? -se decía asombrada la pobre niña-. ¡Dios mío!¡Yo que pensé que había de querer tanto a mi marido! Pero el trato engendra cariño, ya lo querré; así se lo he pedido a Dios esta mañana en la iglesia.
Aquel día cobró Guevara su apuesta, y aquel día partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento que debía embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.
Ninguna reflexión de sus padres ni de la Marquesa habían podido retraer a Guevara de seguirlo; era para él Villa-María una espantosa Siberia; además, era bizarro, tenía pundonor, y nada le habría movido a pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado a ir a batirse.
Clemencia. Capítulo IX. Parte primera