«Difícil será a la persona que recoge al vuelo, como un muchacho las mariposas, estas
emanaciones poéticas del pueblo, responder al que quisiese analizarlas, el porqué los
ruiseñores y los jilgueros plañeron la muerte del Redentor; por qué la golondrina arrancó
las espinas de su corona; por qué se mira con cierta veneración el romero, en la creencia
de que la Virgen secaba los pañales del Niño Jesús en una mata de aquella planta; por
qué, o más bien, cómo se sabe que el sauce es un árbol de mal agüero, desde que Judas
se ahorcó de uno de ellos; por qué no sucede nada malo en una casa si se sahúma con
romero la noche de Navidad; por qué se ven todos los instrumentos de la pasión en la flor
que ha merecido aquel nombre. Y en verdad, no hay respuestas a semejantes preguntas.
El pueblo no las tiene ni las pide: ha recogido esas especies como vagos sonidos de una
música lejana, sin indagar su origen ni analizar su autenticidad. Los sabios y los hombres
positivos honrarán con una sonrisa de desdeñosa compasión a la persona que estampa
estas líneas. Pero a nosotros nos basta la esperanza de hallar alguna simpatía en el corazón
de una madre, bajo el humilde techo del que sabe poco y siente mucho, o en el místico
retiro de un claustro, cuando decimos que por nuestra parte creemos que siempre ha
habido y hay para las almas piadosas y ascéticas, revelaciones misteriosas, que el mundo
llama delirios de imaginaciones sobreexcitadas, y que las gentes de fe dócil y ferviente
miran como favores especiales de la Divinidad.».
La Gaviota (1867)
[…] Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó a Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues había pedido su mano un joven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Oye aunque no creía fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le había dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traía.
-¡Pero!… ¿quién es y cómo se llama? -preguntó atónita Clemencia.
-¡Pues qué!, ¿no lo conoces? -repuso su tía.
-¡No señora!-respondió la interrogada.
-Se llama Fernando Ladrón de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnición. ¡Qué suerte! ¡Vaya si estarás contenta!
La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dio ésta ninguna. La dócil niña no sabía ni qué pensar ni qué decir; nada sentía en favor ni en contra de este enlace, sino la extrañeza de casarse con un hombre que no conocía.
La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dio parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que le pasaba, a los ocho días Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente a Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal que resumía todo lo que en aquellos días había hecho, como el lazo que reúne para formar un ramo unas frías e inodoras flores.
Guevara, que sólo había gastado con la cortada Clemencia en los días anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que más que halagar habían chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada había hecho ni nada había pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza, y así le era su marido tan extraño aquel día que los unía para siempre, como lo había sido el primer día en que lo vio.
-¿Es esto casarse? -se decía asombrada la pobre niña-. ¡Dios mío!¡Yo que pensé que había de querer tanto a mi marido! Pero el trato engendra cariño, ya lo querré; así se lo he pedido a Dios esta mañana en la iglesia.
Aquel día cobró Guevara su apuesta, y aquel día partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento que debía embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.
Ninguna reflexión de sus padres ni de la Marquesa habían podido retraer a Guevara de seguirlo; era para él Villa-María una espantosa Siberia; además, era bizarro, tenía pundonor, y nada le habría movido a pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado a ir a batirse.
Clemencia. Capítulo IX. Parte primera