(…) “Hay, princesa, una raza de mujeres fecundas de alma cuya producción es un canto, una oración, una poesía, un perfume como el de las flores que no dan semilla. No pidamos a estas mujeres amor para un esposo, porque solo darán un suspiro, una lágrima. Huirán. No les pidamos posteridad de criaturas, sino posteridad de ideas.
A esta raza, mi señora, pertenecéis vos. El temor que os ha espantado siempre al enlazaros a un hombre es el instinto de conservación de vuestra espiritualidad. Vos, doña María, debéis volver al cielo sin haber tocado la tierra sino con la punta de vuestros pies. Dejad, señora, que los reyes se afanen por disponer vuestra suerte: vos moriréis virgen y cuando el vulgo de varones descreídos quiera disculpar sus desórdenes calumniando a nuestro sexo …“Mentís –dirá la Historia-. Si habéis olvidado a las mujeres del pueblo antiguo, bien podéis recordar a las del nuestro. Aquella es la tumba de una princesa sabia: allí yace Doña María.
Cesó de hablar la Sigea, y aún conservaba la mano levantada en actitud de señalar a una tumba.
Doña María estaba conmovida y absorta.
-¡Gracias! –exclamó- gracias, amiga mía, me vuelves el valor y el entusiasmo con tus
palabras. ¡Oh, plugiese al cielo que allí en el sitio donde tú señalas se abriese para mí una tumba esta misma noche!
-Debilidad, señora – replicó la Sigea con energía- debilidad de mujer, indigna de la heroína a quien alabo, es la que os conduce a desear que se abra presto esa tumba. ¡Qué maravilla fuera subir al cielo con la bendita palma a los veinte años, doña María! ¿Creéis que ya están sufridos todos los combates, todos los infortunios, todas las injusticias de los hombres? ¿Creéis que a los veinte años estáis acrisolada solo porque os han desposado con media docena de príncipes a quienes no habéis conocido siquiera? ¿Por qué habéis presidido una academia de doctores? No, no. Os faltan, señora, las pasiones y las calumnias. Es preciso que améis a un hombre: y que este hombre por alguna razón no pueda ser vuestro; que luche vuestro espíritu con vuestro corazón; vuestros deseos con vuestro deber; que perdáis en la lucha vuestra salud y vuestra belleza; que tras largas horas de insomnios y de lágrimas ardientes triunféis de vos misma; y que después de este sacrificio, cuando vayáis a cantar el himno de victoria, os calumnien los hombres.
-¡Ay! -exclamó Doña María estremeciéndose- ¡Yo nunca tendría fuerzas para sufrir
tanto!.
-Sí, señora, las tendréis.” (…)
Carolina Coronado, La Sigea, Obras Completas, vol. I. Obras en prosa (I), ed. de Gregorio Torres Nebrera, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1999, p.433.
No lo toméis a consejo,
pues vos para aconsejado
y yo para consejera
inútiles somos ambos:
vos, señor, porque contáis
con muy razonables años
para poder en la vida
dirigiros ya sin ayo,
y esta humilde servidora
por tenerlos muy escasos
para poder con su apoyo
ir por la tierra marchando.
Mas sin ser consejo alguno,
podéis escuchar un rato
cuatro sencillas palabras
que tengo, señor, que hablaros.
Si de provecho no os sirven,
tampoco os serán de daño,
con que prestadme el oído
y os charlaré breve y claro.
Os quejáis de mis desdenes
y el por qué, yo no lo alcanzo,
pues las canas venerables
yo respeto, nunca agravio;
y en fe de verdad tan pura,
jamás consentí escucharos
las voces almibaradas
de «hermosa, mi bien, te amo»,
por evitar que el ridículo
os hiriera de rechazo,
al responderos el mundo
con su risa y con su escarnio.
Porque, dejaos de aprehensiones,
ninguno creerá el flechazo
de que os doléis con tal pena,
pues Cupido no es tan malo
que fuera en un moribundo
a ensañar su genio bravo.
Más bien la gota, el reuma,
o algún histérico flato
han sido los agresores
de ese cuerpo desdichado;
y vos en reminiscencia
de los amores de antaño,
al encontraros doliente,
os juzgáis enamorado.
Pero señor, ¡en conciencia!
ved que es error, que es engaño
y en vez de atisbar mis rejas,
y espantarme todo el barrio,
tomándome por remedio
de males, que yo no sano,
buscad un doctor que os vea,
y si es un ataque asmático,
os recete y desengañe
del tema que habéis tomado.
A él podéis, si no os remedia,
llamarle «¡insensible, ingrato!
y todas esas razones
con que os estáis lamentando
de una mujer que no os hizo
más ofensa ni más daño,
que nacer en este siglo,
y no en el siglo pasado.
Tal vez yo de haber nacido
en tiempo de Carlos Cuarto,
de vuestra joven persona
me hubiera también prendado,
como las viejas mujeres
que tiene Dios en descanso,
y que os dejaron memorias
de lo mucho que os amaron
en cartas ya carcomidas
y en rizos apolillados.
¡Cómo ha de ser! Lo dispuso
la suerte tan al contrario,
que entre vos y yo en España
tres monarcas han reinado.
Os lo digo, no por mofa,
vale mucho un hombre anciano,
pero soy caña muy débil
para serviros de báculo;
ni monedas de este cuño
parecen bien en la mano
del que al buscarlas debiera
ser, al menos, anticuario.
Por lo demás, yo os estimo
como al Arco de Trajano,
como al puente de los moros,
como a todo lo que es raro,
porque llega y sobrevive
a los días que alcanzamos.
Cuando pasáis os saludo,
con reverencia, con pasmo;
cuando habláis os oigo absorta,
como si oyera lejanos
los ecos de aquellas voces
que en tiempo del Cid sonaron…
Pero la tos os molesta,
la brisa va refrescando,
y temo os falte la vida
cuando por luenga la aplaudo:
basta pues, cubríos el rostro,
perdonadme y retiraos.
Badajoz, 1845