«Sí, mujer-. Aún no has cumplido los cincuenta años y estás muy bien para tu edad.
-¿Qué es estar bien? ¿Estar sana? Entonces estoy muy bien. Pero en cuanto a lo demás no me hago ilusiones. Claro que veo por ahí cada ejemplar que ya, ya. Deben de tener más gracia que yo. No soy coqueta, nunca lo he sido ni me gusta hacer carantoñas a los hombres. Me saldría mal, sería ridículo. La única persona que me ha encontrado bonita ha sido mi madre. Mi madre me miraba como si yo fuera el compendio de las perfecciones, ¡qué cosas!, y además me decía que yo valía para todo, lo que no es cierto. ¿Pobre madre! Cuando papá ahuecó el ala se quedó pasmada. Ni siquiera se enfureció. “¡Los hombres! ¡Los hombres! -repetía-. ¿Qué puede tener esa suripanta, como ella decía, que no tenga yo?”. La suripanta era quince años más joven y supongo sabía hacer muchas carantoñas. Mi madre, después de haberse preguntado qué error había cometido, tuvo que buscarse un trabajo. La cosa no era fácil en aquellos malos años de la postguerra y se le ocurrió cuidar a viejos. Poco a poco se fue haciendo una clientela. Iba a la casa, los lavaba, les cortaba las uñas de las manos y de los pies cuando hacía falta, les afeitaba o les hacía el moño según el sexo, les leía el periódico si veía que les interesaba y a otra cosa. Parece mentira pero no le pagaban mal; con tal de no tocar a un viejo hay gente que paga lo que sea. Al principio le dio un poco de apuro lavar a los hombres, pero al fin ya lo hacía como si tal cosa. “Venga, ahora el pajarito y el viejo confiaba su pobre sexo a las manos castas y bondadosas que también le lavaban el culo, los sobacos, los pies y las orejas. Que los bañaba si hacía falta. La llamaban doña Eulalia y se hizo respetar desde el primer día. (…)
No sé por qué me viene a la memoria todo esto, Lorena,; es decir, sí lo sé: por Teresa y sus confesiones, que siempre fueron cautelosas como si yo, por el hecho de no haberme casado, fuera tonta. Mi madre siguió cuidando viejos hasta que ella misma fue vieja.»
Cándidas palomas (1975)