«Está bien, está bien, Constanza, continúo. Volví a España, me instalé en este pazo gallego como administrador y casi valet de chambre de don Froilán y te conocí a ti, cuando eras una niña y a quien en más de una ocasión dejé que garrapateara mis cuadernos.
¿Nada más? La pregunta de Constanza sonó anhelante.
La niña creció – Simón Vilanova adoptó el tono de un experto narrador de cuentos infantiles- y nos hicimos amigos.
Constanza, que últimamente andaba inquieta por encontrar el tono preciso que definiese sus relaciones con Simón, le sonrió encantada y decidió escribirle aquella misma noche la carta que ya había redactado mentalmente:
Estimado amigo:
Estando ya cercana mi marcha para desposarme con el hombre que me ha deparado el proceloso destino y pensando que después del himeneo no volvamos a vernos en mucho tiempo, quiero que sepas cuánto bien me hizo tu amistad, que fue para mí un bálsamo curativo de la llaga de mi corazón huérfano de padres y amigos. No estoy de acuerdo con que los hombres tengan el cerebro enfermo, porque tú , tan inteligente y bondadoso, no das muestras de ello. Te recordaré siempre con afecto. Y recuerda estas mis palabras que te dono como prueba de mi amistad: no muestres a los demás la fortaleza de tu espíritu, que la escondes bajo el aspecto de una magnolia no hollada. Que la Deípara te proteja, mi niño.
Leyó la carta varias veces y se durmió, satisfecha de sí misma».
Cantiga de agüero, (1981)