«El comedor del Hotel Victoria presentaba un aspecto animadísimo. Una multitud de militares, con trajes de rayadillo, iban de un lado para otro formando pintorescos grupos, en los que jefes y oficiales se confundían con voluntarios aristócratas; de modo que no era raro ver la banda roja de un general entre los sencillos uniformes de elegantes soldados.
Se hablaba en voz alta mezclándose todas las conversaciones; se discutían con calor las más contradictorias noticias, sin lograr ponerse de acuerdo acerca de las versiones de hechos ocurridos allí mismo. En la larga mesa, que ocupaba un ala del comedor, disputaban acaloradamente periodistas, fotógrafos y representantes de agencias telegráficas acerca del resultado de la campaña. De todos los ámbitos de la estancia salían palabras en idiomas extranjeros; había allí súbditos de todas las naciones; corresponsales de los periódicos más importantes de Europa y América; curiosos y desocupados, que acudían a Melilla con el ansia de contemplar el espectáculo de una de las pocas guerras donde se cuentan la tradición salvaje del odio de razas, y gran número de turistas, caprichosos, ávidos de emociones, algunos de los cuales matizaban el conjunto con una extraña nota cómica. (…) Con su equipo de campaña, sus empolvados trajes de rayadillo y el fusil en la mano, los soldados tenían algo de augusto, de imponente, como si les rodeara la aureola misteriosa de un destino cercano. (…) Se esperaba siempre con impaciencia al cartero, los soldados salían al camino para verlos venir, y una vez que habían entregado las cartas de la oficialidad les rodeaban asediándoles a preguntas. Todos esperaban oír sus nombres cuando empezaba el reparto. Cualquier carta que distraía un momento de tedio era recibida con placer. Los que verían defraudadas sus esperanzar no podían dominar su contrariedad y la zozobra venía a unirse a los tormentos de su ausencia. Las preguntas formuladas en voz baja habían de quedar sin respuesta: ¿Qué sucederá? ¿por qué no me han escrito? Algunos no se resignaban. Creían en la carta perdida, en la dirección mal puesta y rogaban que se las buscasen.
Los dichosos se reunían en grupos, leían las cartas en voz alta, las pasaban de mano en mano; en su vida monótona era una distracción, el cambiar impresiones, el comentarlas. ¡Y, sin embargo, todas aquellas cartas decían lo mismo! Bastaría cambiar el nombre para que pudieran servir a todos. Las palabras varían poco cuando el sentir común de las madres y las manadas las animan. Enseguida empezaban a pensar en contestar; los oficiales lo recomendaban y lo aconsejaba el egoísmo de recibir pronto otra misiva. No todos sabían escribir, algunos lo hacían con tanto trabajo que gastaban varios días en su empresa, aprovechando las horas de descanso. Los cabos y los compañeros que sabían bien la letra sufrían la persecución de los analfabetos. Aquellas cartas decían también todas lo mismo. Hablaba solo la pasión. Sería inútil buscar noticias de la guerra. Ellos no sabían nada de los planes de los jefes ni de las circunstancias de la campaña. Su papel se reducía a esperar órdenes, a obedecer puntualmente la severa ordenanza; saber batirse hasta morir o vencer. Lo demás no era de su competencia.
Así es que sus cartas eran siempre el fiel reflejo de su incertidumbre. Si hablaban de algún combate era solo refiriéndolo a su interés personal. Alguna vez aparecía en las líneas un rayo de amor a los jefes o un sentimiento de deseo de venganza contra los marroquíes que les habían hecho experimentar la amargura de una derrota. Se encendía en sus pechos el amor a la patria y narraban sus anhelos de victoria, juntos con el relato de las privaciones de campaña.»
En la guerra (Episodios de Melilla) (1909)
«Desde el punto de vista de la moral, el divorcio tiene grandes ventajas. Hay quien ha hablado del amor, como argumento en contra del divorcio. Los esposos que se amen no se separarán nunca, permítanlo o no las leyes; eso es indudable.
¿Que si después de haberse amado pueden aborrecerse? Esa es una cuestión en la que entran igualmente la psicología y la fisiología; y la experiencia demuestra que el caso sucede con harta frecuencia.
Cuando esto se verifica, la ley natural falla la causa; los cuerpos no deben estar unidos si los espíritus se repelen.
Divorciados moralmente los esposos, no están lejos las traiciones, el odio, el engaño y hasta el crimen… Es horrible el hogar de dos seres que se aborrecen y que saben que sólo la muerte puede separarlos.
En estas condiciones es absurdo condenar el adulterio. Cuando teniendo facultad de separarse y de formar un hogar nuevo los esposos se engañan, la pena debe ser severísima; pero mientras las leyes les obliguen a vivir juntos, la traición es una consecuencia lógica; no todos los seres humanos tienen bastante voluntad para ser héroes o mártires. (…)
Con divorcio o sin él, el abuso ha existido siempre. Entre los pueblos primitivos y entre los judíos, griegos y romanos, existía el repudio; el hombre, el señor, el fuerte, desechaba o esclavizaba a la mujer.
En todo tiempo el fuerte tiraniza al débil cuando deja de amarlo, y es moral permitir la separación que pone término al martirio. (…)
Las leyes han de garantir también la suerte de los hijos, y su educación sufrirá menos en un hogar tranquilo, al lado del padre o de la madre inocente, que entre el continuo batallar del odio y las ofensas. (…)
De nuestro plebiscito resulta que la opinión de España es favorable al divorcio, y es indudable que se establecerá entre nosotros como conquista de la civilización.»
El divorcio en España. Madrid, Viuda de Rodríguez Sierra (M. Romero impresor), 1904 (pág. 139-142)
“No soy ambiciosa ni me importa el juicio ajeno. La calumnia se estrella a
mis pies lamiéndolos mansamente como el agua del mar a las rocas
inquebrantables.
Detesto la hipocresía y como soy independiente, libre y no quiero que me
amen por cualidades que no poseo, digo siempre todo lo que siento y que se
me antoja. Así los que me quieren, me quieren de veras. Los que me
detractan por la espalda, se quitan el sombrero delante de mi. Jamás pensé
en el medro personal a costa de mi libertad o de abjurar de mis
convicciones.
Hechos de mi vida? Ninguno notable. Me crié en un lindo valle andaluz,
oculto en las últimas estribaciones de la cordillera de Sierra Nevada a la
orilla del mar frente a la costa africana. En esa tierra, mora, en mi
inolvidable Rodalquilar, se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi
cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de Leyes y yo me hice mis leyes y me
pasé sin Dios.
Allí sentí la adoración al panteísmo, el ansia ruda de los afectos nobles, la
repugnancia a la mentira y los convencionalismos…
(…)
Hoy solo creo en el arte y acepto el amor como bella mentira, una forma
más perfecta de la amistad.»
Carmen de Burgos, Autobiografía (fragmento)