«(Sale doña LEONOR, vestida de hombre, bizarra, y RIBETE, lacayo.)
LEONOR:
En este traje podré
cobrar mi perdido honor.
RIBETE:
Pareces el Dios de amor.
¡Qué talle, qué pierna y pie! Notable resolución
fue la tuya, mujer tierna
y noble.
LEONOR:
Cuando gobierna
la fuerza de la pasión,
no hay discurso cuerdo o sabio
en quien ama; pero yo,
mi razón, que mi amor no,
consultada con mi agravio,
voy siguiendo en las violencias
de mi forzoso destino,
porque al primer desatino
se rindieron las potencias.
Supe que a Flandes venía
este ingrato que ha ofendido
tanto amor con tanto olvido,
tal fe con tal tiranía.
Fingí en el más recoleto
monasterio mi retiro,
y sólo a ocultarme aspiro
de mis deudos; en efecto
no tengo quién me visite
si no es mi hermana, y está
del caso avisada ya,
para que me solicite
y vaya a ver con engaño,
de suerte que, aunque terrible
mi locura, es imposible
que se averigüe su engaño.
Ya, pues, me determiné,
y atrevida pasé el mar,
o he de morir o acabar
la empresa que comencé,
o, a todos los cielos juro
que, nueva Amazona, intente,
o Camila más valiente,
vengarme de aquel perjuro
aleve.
RIBETE:
Oyéndote estoy,
y ¡por Cristo! que he pensado
que el nuevo traje te ha dado
alientos.
LEONOR:
¿Yo, soy quien soy?
Engáñaste si imaginas, Ribete, que soy mujer.
Mi agravio mudó mi ser.
RIBETE:
Impresiones peregrinas
suele hacer un agravio:
ten que la verdad se prueba
de Ovidio, pues Isis nueva,
de oro guarneces el labio.
Mas, volviendo a nuestro intento:
¿matarásle?
LEONOR:
Mataré.»
Valor, agravio y mujer